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Opinión
Lo que no pensó Diana D’Agostino, la esposa de Henry Ramos Allup, es que
con sus palabras no estaba despreciando a la mujer chavista, sino a la
mujer pobre. A la obrera, a la madre soltera, a la que no tiene tiempo
para pintarrajearse
Caracas, 09 de junio de 2016.- Según
muestran los anuncios comerciales de cereales, leche hidratante y
toallas sanitarias, una mujer que consume tal producto se ha de
despertar radiante todas las mañanas de su vida, en una habitación
invadida por un sol apenas tibio que baña inmaculadas paredes color
blanco desde un gran ventanal, cuyas cortinas acarician el viento y
danzan en cámara lenta, el ritual que trae a la vigilia a una hermosa
dama de rostro impoluto, cuya mejilla se encuentra casual y dulcemente
apoyada en una mano suave de uñas bien pulidas, como dictan los manuales
para ser una mujer perfecta, lo que deben ser las manos femeninas.
Se estira, la blanquísima flaca, y abre los frescos ojos con una gran
sonrisa de dientes ordenados en perfecta armonía. Sus pupilas, como
pequeños soles resplandecen y miran hacia el cielo cuando la esbelta
efigie se sale de la cama para deleitarnos con un hermoso pijama rosa
claro perlado que combina a la perfección con las sábanas lisas y
lechosas. El pelo está perfecto, los ojos bien abiertos. No hay bolsas,
no hay ojeras, y lo más sorprendente: no tiene una lagaña.
No luce así la vida cotidiana, al menos en la dimensión en la que
habito, y me surgen por ello una serie de dudas: ¿Qué tipo de persona se
mira en ese espejo? ¿Cuánto cuesta la vida de una mujer como esa?
¿Cuántas -ponga su nombre aquí- se despiertan con la energía de la gente
en los anuncios, tan lozanas? Yo no entro en esa lista.
¿No hay contaminación en ese mundo? ¿Qué días le llega el agua a esa
familia? ¿Tiene usted una pijama como esa? ¿Nadie más sino yo se
despeina al dormir?
¿Quién paga esa publicidad que evocó usted leyendo el inicio de
nuestra conversación? ¿Alguien que duerme en una habitación como esa, o
usted, la que pagó el producto?
En mi casa se amanece entre bocinas, humo y motores, y en la ventana
ondea una cobija grande con pinta de cortina, porque otra cosa es un
lujo que no puedo pagar. Otras mujeres se despiertan con los gallos, a
ver qué se cocina para el día, o a bañarse corriendo y salir al trabajo,
o a despertar al niño pa’ la escuela, o a buscar un remedio en
nosedonde. A aprovechar que prendieron la bomba y ya se puede guardar
agua, esa es la vida real. Y la pijama: una franela grande y unas
medias. Al lanzar la moneda nos salió la cruz del vaya a saber dónde
conseguimos la harina, el pan, o hasta la yuca para hacernos la arepa, y
menos mal que así dijo el destino, porque si no capaz nos hubiera
salido más cara la receta.
Fea, sucia y desarreglada
Hace unos días dos mujeres entrevistaron a una tercera y causó
revuelo. Impecables las tres, vestidas como las perfectas mantenidas.
Incapaces de caminar con sus bellas sandalias tres cuadras de Caracas
sin coser un mojón con su tacón de aguja. La primera: “Ser rico no es
malo, lo que pasa es que no le tocó a uno”, una jalamecate desclasada;
la segunda: “Ser bello tampoco es malo!”, una estúpida. La tercera
mujer, la entrevistada, aprovechó con su mejor sonrisa, para hacer
manifiesto su desprecio por todas las mujeres insumisas, trabajadoras,
independientes, creativas y sobre todo chavistas, que no somos aprobadas
por sus cánones frívolos y materialistas de belleza. En sus palabras:
“El gobierno está malacostumbrado a que sus mujeres estén desarregladas,
estén sucias, anden, tú sabes, sin maquillaje…”.
Lo que no pensó Diana D’Agostino, la esposa de Henry Ramos Allup, es
que con sus palabras no estaba despreciando a la mujer chavista, sino a
la mujer pobre. A la obrera, a la madre soltera, a la que no tiene
tiempo para pintarrajearse. A la que trabaja con sus manos, a la que
cuida niños y a la que no le alcanza la plata para recortarse el pellejo
que le cuelga, ni el tiempo para perfilarse la nariz con maquillaje
caro, como hace ella.
“No, mira, -dijo D’Agostino-, las venezolanas no somos así (…) a la
venezolana le gusta lucir lo que tiene”, y yo me imaginaba entre mis
amigas del trueque del pasado domingo, todas contentas, ilusionadas por
lucir nuestras ropas intercambiadas, todas alegres, altas, bajas,
gordas, flacas, blancas, negras y morenas, hermosas absolutamente todas,
sin maquillaje la mayoría, sencillas en la totalidad del grupo. En esa
dimensión de los anuncios publicitarios, en esa paralela realidad de la
gente “bonita”, nosotras seríamos el manchón vergonzoso de la escena.
Jamás se ha visto un comercial que te invite a usar ropa de segunda
mano, a ser una mujer solidaria, a ahorrar. Ese domingo, con alegría,
fuimos una parranda de feas, sucias, y desarregladas.
A veces la fatiga va conmigo a la calle colgada de mis ojos y nunca
la maquillo, mi ropa tiene años y me encantan las chivas. De lucir tengo
letras y muñecos de tela, no me he casado y capaz no lo haga. Pero sé
que las mujeres como yo son muchísimas más que las que se parecen a la
Lady Diana de Ramos Allup, y me siento por ello en todo el derecho de
decirle a esa vieja er’ coño: “no, mire, las venezolanas no somos como
usted”.
No me venga con cuentos, soy una de la turba.
Malú Rodríguez
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