Óptica Socialista
Opinión
Toda filosofía comienza con la idea de la muerte, toda palabra prepara la última.
Por
vengarnos del final que nos alcanza, dedicamos frecuentemente nuestro
último aliento a menospreciarlo. El centenario filósofo Zenón cae, se
destroza un dedo contra la tierra, la impreca: “Ya voy ¿para qué me
llamas?”, y se suicida.
Mediante la última palabra afortunada sigue el difunto hablando eternamente.
Pero
así como la muerte inmortaliza, también desacredita, como al Nerón que
sucumbe deplorando: “¡Qué gran artista pierde el mundo!”
El
contexto mortal redime la banalidad. “Tú también, hijo mío” deriva su
prestigio de la puñalada parricida. Sólo la cruz clava en la eternidad
el “todo está consumado”.
La
imposibilidad de aclaratoria aporta el tesoro de la ambigüedad. Vaya
usted a preguntarle a Goethe si al pedir “más luz” quería que abrieran
las ventanas o las mentes de la humanidad.
La
trivialidad desdeña la muerte: Al beber la cicuta por buscar la verdad
mediante la ironía, recuerda Sócrates “Le debo un gallo a Esculapio”.
Exalta
la reputación de las últimas palabras el alardear de su condición
postrera: rompe las filas Negro Primero y cae ante Páez a la voz de
“General, vengo a decirle que estoy muerto”.
Las
más célebres convierten el patetismo en proclama: consigna Bolívar en
su testamento político: “Si mi muerte contribuye a que cesen los
partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
El
legado feliz vale como última palabra. En su agonía, Anaxágoras pide a
las autoridades de Lampsacus que cada aniversario de su muerte sea para
los niños día de asueto.
A
veces se quiere que el rigor de la muerte valide el de las leyes. Tras
redactar la Constitución de Esparta, Licurgo la sanciona suicidándose.
Hay
dicho en plena salud con valor de final. Le preguntan al santo qué
haría de saber que morirá esa noche: contesta que lo mismo que está
haciendo. Sabemos que moriremos algún día, y seguimos haciendo lo mismo.
Palabras hay que por únicas conocidas deben ser tenidas por finales. Parece que Rodrigo de Triana sólo hubiera dicho “¡Tierra!”
Es
sospechoso que cuando las facultades se extinguen destelle la oratoria.
Si las arengas finales fueran todas numinosas, las escuelas de
filosofía estarían en patíbulos y hospitales.
Dependiendo
de los testigos, las frases postreras suelen ser tantas que no se sabe
cuál es la auténtica. “No soy más que polvo”, escribe sir Walter Ralegh
al despedirse de su esposa. “Una aguda medicina, que cura todos los
males”, llama al hacha del verdugo, pero también regala su sombrero a un
anciano friolento declarando que lo necesitará más que él; rechaza la
venda afirmando que si no teme al hierro, tampoco temerá su sombra, y
dictamina que si la intención es recta, la posición para ser decapitado
siempre será correcta. Bien podría haber muerto de viejo, mientras
esperaba el verdugo a que terminara de decir frases ingeniosas.
Dudosas son siempre las últimas palabras, cuyos únicos testigos suelen ser asesinos, médicos, verdugos, herederos.
Se
atribuye al utopista Tomás Moro apartar la barba de la línea de corte
en el tajo alegando que “ésta no ha pecado”. Pero Moro jamás reconoció
que su lealtad al catolicismo fuera pecado, y los retratos de Holbein lo
muestran siempre cuidadosamente afeitado.
Recae
especial sospecha sobre toda declaración final reseñada por enemigos.
No parece creíble que Juliano el Apóstata cayera diciendo: “Venciste,
Galileo”. Mucho menos que el protestante Levasseur, gobernador pirata de
la Tortuga asesinado por piratas católicos, pidiera un cura para morir
católico.
“Yo
tampoco estoy en un lecho de rosas”, dice Cuautémoc desde el potro de
tormento a otro indígena que se queja de los maltratos. Pero ¿Había en
Tenochtitlan rosas, flores oriundas de China y el Oriente Medio? ¿Qué
coraje trasuntaría la frase verdadera, cuyo aroma nos llega a pesar de
la transculturación despreciable?
“¡Ah,
españoles cobardes! Porque os falta el valor para rendirme os valéis
del fuego para vencerme: yo soy Guaicaipuro a quien buscáis y quien
nunca tuvo miedo a vuestra nación soberbia; pero pues ya la fortuna me
ha puesto en lance en que no me aprovecha el esfuerzo para defenderme,
aquí me tenéis, matadme, para que con mi muerte os veáis libres del
temor que siempre os ha causado Guaicaipuro”. Así extiende José de
Oviedo y Baños la despedida del gran guerrero, quien seguramente sabía
que un macanazo vale por mil palabras.
“Volveré, y seré millones”, truena Tupac Katari desde el patíbulo, centella que fulmina todo comentario.
Tan peligrosos como los matrimonios in artículo mortis
son los divorcios ideológicos que echan abajo toda una vida. Culmina
sus días don Quijote afirmando que nunca hubo caballeros andantes; lo
último que escribe Lautreamont es para afirmar que un solo libro
edificante vale más que toda la poesía del mundo. Mucho revolucionario
sale a venderse y no encuentra quien lo compre. Después de la palabra
afortunada hay que saber callarse.
La frase final a su vez expira cuando la censura la atenúa para uso de
menores. Lope de Aguirre mata a su hija al grito de “Muere hija, para
que no seas colchón de tanto bellaco”. La mojigatería le imputa que la
degüella para que no la vilipendien como hija de un tirano.
“Vivir, sólo vivir”, son las últimas palabras de Dostoievsky minutos
antes de ser llevado al pelotón de fusilamiento del cual lo salva
providencial conmutación que lo entierra en el sepulcro de los vivos de
Siberia. La boca de la tumba presta a todas las sucesivas palabras
fulgor perenne.
No hay para pagar a los empleados: últimas palabras de un Imperio.
Comienza la vida con un ay y termina con un ya.
Mamá es la primera palabra y suele ser la última.
Todas nuestras palabras son últimas.
Toda palabra innecesaria debería ser postrimera.
Toda voz sólo enuncia su fin.
¿Quién escuchará las palabras finales del último hombre?
Lo que menos debe uno apresurarse a decir son sus últimas palabras.
LUIS BRITTO
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