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Caracas, 26 Feb. AVN.- Carlos Andrés Pérez
planificó la toma de posesión de su segundo período de gobierno con
fanfarrias que hicieron recordar la gran bonanza vivida en Venezuela en
los años 70. Sin embargo, la historia del Gran Viraje tuvo muy poco que
ver, en la práctica, con la tan esperada vuelta a la época del bienestar
y la estabilidad añorada por los venezolanos de entonces.
La gala de dignatarios planetarios, celebrada en un espectacular Teatro Teresa Carreño, estuvo calculada desde un principio para un nuevo tiempo de la política, donde tenía una importancia casi sacramental eso que empezó a llamarse por entonces, en jerga tecnocrática, el “clima de confianza”.
Restablecer el “clima de confianza” para la inversión privada y extranjera era, según la receta que traían los “consejeros” del Fondo Monetario Internacional que se iban a incorporar al gabinete de gobierno, el paso decisivo para sacar al país de la larga crisis económica en la que se encontraba.
En una jugada que se medía por los efectos y maquillajes, el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez armó una súper de toma de posesión para devolverle al país su buena imagen ante los capitales que presuntamente no llegaban, decían los tecnócratas neoliberales, porque Venezuela había sido víctima, como el resto de los países latinoamericanos, de sus siete plagas históricas: populismo, demagogia, pobreza, autoritarismo, colectivismo, estatismo, revoluciones.
En un ambiente internacional que auguraba la victoria definitiva contra el “comunismo soviético” y la llegada del fenómeno del mercado internacional y la globalización (“un mundo, un mercado”, decía la consigna), la región latinoamericana asfixiada por la deuda externa, la quiebra de bancos, la hiperinflación (Perú, Argentina,, Brasil) y la devaluación constante de la moneda debía, según la proclama del Fondo Monetario Internacional, dar un “gran viraje”.
La fantasía neoliberal
¿Un viraje hacia dónde? Las necesidades de reinsertar a América Latina en el motor del capitalismo global pasaba por brindarle un modelo a seguir, casos “ejemplares” que sirvieran para justificar la severa agenda de cambios que se quería aplicar, es decir, darle a la población referencias concretas para asimilar la nueva cultura del reajuste económico o del “paquete” neoliberal, como después se le llamó.
En el zoológico de los organismos financieros multilaterales se encontraban como exóticas piezas del pujante capitalismo de relevo los llamados “tigres asiáticos”. La bella historia que se contaba de estos países (Hong Kong, Taiwan, Singapur, Malasia, Indonesia, Tailandia, Corea del Sur) parecía una oda al esfuerzo y los sacrificios más acérrimos en nombre del progreso económico.
La fantasía promovida de los “tigres asiáticos” servía para decirle a la América Latina que se bautizaba en las aguas del neoliberalismo que se podía crecer, siempre y cuando las mayorías aprendieran a “apretarse el cinturón”.
El milagro asiático había sido fruto, precisamente, de aquél apretarse el cinturón durante décadas. No en vano, el politólogo Samuel Huntington describía que sólo una “ética de Confusio” podía explicar la templanza de esos pueblos tan dados al trabajo y al ahorro en proporciones excesivas (y que resultó tan efectiva para la implantación de maquilas).
En la jerga macroeconómica que se puso tan de moda en aquella época, los tigres asiáticos eran los campeones del crecimiento económico (su tasa del PIB estaba alrededor del 9%), tenían dos décadas recibiendo grandes inversiones extranjeras, manteniendo tasas de inflación muy bajas, grandes niveles de ahorro y el valor de una moneda que les permitía seguir captando el flujo del capital trasnacional. ¿Qué más se le podía pedir?
Los tigres asiáticos fueron, de esta manera, el ejemplo que necesitaba la tecnocracia latinoamericana para imponer con mano de hierro sus programas de ajuste económico. La receta, macerada en el zoológico del FMI y el Banco Mundial, se basaba en que el Estado debía estrechar la cooperación con la empresa privada (promoverla, abrir mercados, privatizar, estimular la inversión), debía intervenir financieramente en la economía (garantizar el crédito al sector privado, mantener una política cambiaria atractiva que beneficiara la inversión) y crear, como dice el Premio Nobel de Economía 2008, Paul Krugman, “una burocracia tecnócrata con mentalidad consejera”.
Crecimiento con represión
Cualquier parecido con la realidad venezolana del período de CAP II no es pura coincidencia. La Carta de Intención que Venezuela firmó con el FMI un día después del Caracazo, un 28 de febrero de 1989, apuntaba precisamente a lograr estos objetivos: restricción del gasto público (con miras al ahorro), devaluación y cambio flotante de la moneda (para atraer la inversión foránea), reducción de los controles de precios, de subsidios y liberación de las tarifas de los servicios públicos, protección a la inversión extranjera, apertura a las importaciones.
Si se recuerda a la plana ministerial de clara formación tecnocrática que tuvo el gobierno de Pérez (Miguel Rodríguez, Gérver Torres, Moisés Naim, Gabriela Febres Cordero, el banquero Pedro Tinoco) podría decirse que el gobierno había puesto a sus mejores consejeros para que la empresa privada nacional e internacional, en un “ambiente de plena confianza”, se sintiera a sus anchas en Venezuela.
Lo que no se decía de los tigres asiáticos era lo mismo que se ocultaba del llamado “milagro chileno”: que las recetas del sostenido crecimiento económico sólo podían imponerse con regímenes de gobierno dictatoriales o sumamente autoritarios que pudieran aplacar la conflictividad social que los distintos paquetes económicos generaban. La fórmula del crecimiento con represión fue aupada en la Indonesia del dictador Suharto, en la Singapur del sempiterno Primer Ministro Lee Kuan Yew o en el Chile de Augusto Pinochet.
El argentino Claudio Uriarte describió en aquellos años esta amalgama de crecimiento con represión: “son países-ejército de dictaduras fuertes y ciudadanos sumisos donde el fuerte control social garantiza una eficiencia impar y la sumisión genera unas economías relucientes de diseño aerodinámico”.
La catástrofe neoliberal
En su libro De vuelta a la economía de la Gran Depresión (2009), Paul Krugman describe bien “el mito de los tigres asiáticos”. Allí el Premio Nobel explica que la fórmula asiática lo que produjo fue, en la práctica, un tipo de “capitalismo clientelista” que favorecía los negocios privados por sobre los intereses públicos. “Los tigres asiáticos disfrutaban de una cercanía sin inhibiciones entre las élites empresariales y el gobierno. Esto generó un ambiente de corrupción y favoritismo empresarial”.
El economista norteamericano John Edmunds, a la vuelta de 20 años, afirma que el ciudadano común piensa hoy que los milagros económicos de los asiáticos fueron en realidad un mito occidental. “Una cortina de oro que oculta la cotidiana realidad de las fábricas que explotan a sus empleados y habla de peligrosas condiciones de trabajo”.
Lo cierto es que el aparato de propaganda que sirvió para vender el mito de los tigres asiáticos, aupado por las élites tecnocráticas en América Latina, se desmoronó estrepitosamente en 1997, cuando se derrumbó la moneda de Tailandia y como un gigantesco castillo de naipes, lo que fuera “el sueño del capitalismo de relevo” se convirtió en una gigantesca región en ruinas.
Países que disfrutaban de las bondades de la especulación financiera internacional terminaron prácticamente quebrados. En 1996 entraron capitales por el orden de los 96.000 millones de dólares a naciones como Tailandia, Malasia, Corea del Sur y Filipinas. Al año siguiente, cuando explotó la crisis (que también se manifestó como una gigantesca burbuja inmobiliaria, al igual que la crisis de Estados Unidos y Europa en la actualidad) apenas entraron 12.000 millones de dólares.
Los estallidos sociales y las crisis económicas asociadas como “el efecto Tequila” (México, 1994), la crisis de los tigres asiáticos (1997) y la crisis rusa de 1998 se encargaron de desmentir la fantasía bondadosa de los paquetes neoliberales.
Lo que ha quedado a la vuelta de dos décadas de experiencia tecnocrática y neoliberal es un alarmante aumento de la desigualdad, la pobreza y la exclusión en todo el planeta.
La gala de dignatarios planetarios, celebrada en un espectacular Teatro Teresa Carreño, estuvo calculada desde un principio para un nuevo tiempo de la política, donde tenía una importancia casi sacramental eso que empezó a llamarse por entonces, en jerga tecnocrática, el “clima de confianza”.
Restablecer el “clima de confianza” para la inversión privada y extranjera era, según la receta que traían los “consejeros” del Fondo Monetario Internacional que se iban a incorporar al gabinete de gobierno, el paso decisivo para sacar al país de la larga crisis económica en la que se encontraba.
En una jugada que se medía por los efectos y maquillajes, el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez armó una súper de toma de posesión para devolverle al país su buena imagen ante los capitales que presuntamente no llegaban, decían los tecnócratas neoliberales, porque Venezuela había sido víctima, como el resto de los países latinoamericanos, de sus siete plagas históricas: populismo, demagogia, pobreza, autoritarismo, colectivismo, estatismo, revoluciones.
En un ambiente internacional que auguraba la victoria definitiva contra el “comunismo soviético” y la llegada del fenómeno del mercado internacional y la globalización (“un mundo, un mercado”, decía la consigna), la región latinoamericana asfixiada por la deuda externa, la quiebra de bancos, la hiperinflación (Perú, Argentina,, Brasil) y la devaluación constante de la moneda debía, según la proclama del Fondo Monetario Internacional, dar un “gran viraje”.
La fantasía neoliberal
¿Un viraje hacia dónde? Las necesidades de reinsertar a América Latina en el motor del capitalismo global pasaba por brindarle un modelo a seguir, casos “ejemplares” que sirvieran para justificar la severa agenda de cambios que se quería aplicar, es decir, darle a la población referencias concretas para asimilar la nueva cultura del reajuste económico o del “paquete” neoliberal, como después se le llamó.
En el zoológico de los organismos financieros multilaterales se encontraban como exóticas piezas del pujante capitalismo de relevo los llamados “tigres asiáticos”. La bella historia que se contaba de estos países (Hong Kong, Taiwan, Singapur, Malasia, Indonesia, Tailandia, Corea del Sur) parecía una oda al esfuerzo y los sacrificios más acérrimos en nombre del progreso económico.
La fantasía promovida de los “tigres asiáticos” servía para decirle a la América Latina que se bautizaba en las aguas del neoliberalismo que se podía crecer, siempre y cuando las mayorías aprendieran a “apretarse el cinturón”.
El milagro asiático había sido fruto, precisamente, de aquél apretarse el cinturón durante décadas. No en vano, el politólogo Samuel Huntington describía que sólo una “ética de Confusio” podía explicar la templanza de esos pueblos tan dados al trabajo y al ahorro en proporciones excesivas (y que resultó tan efectiva para la implantación de maquilas).
En la jerga macroeconómica que se puso tan de moda en aquella época, los tigres asiáticos eran los campeones del crecimiento económico (su tasa del PIB estaba alrededor del 9%), tenían dos décadas recibiendo grandes inversiones extranjeras, manteniendo tasas de inflación muy bajas, grandes niveles de ahorro y el valor de una moneda que les permitía seguir captando el flujo del capital trasnacional. ¿Qué más se le podía pedir?
Los tigres asiáticos fueron, de esta manera, el ejemplo que necesitaba la tecnocracia latinoamericana para imponer con mano de hierro sus programas de ajuste económico. La receta, macerada en el zoológico del FMI y el Banco Mundial, se basaba en que el Estado debía estrechar la cooperación con la empresa privada (promoverla, abrir mercados, privatizar, estimular la inversión), debía intervenir financieramente en la economía (garantizar el crédito al sector privado, mantener una política cambiaria atractiva que beneficiara la inversión) y crear, como dice el Premio Nobel de Economía 2008, Paul Krugman, “una burocracia tecnócrata con mentalidad consejera”.
Crecimiento con represión
Cualquier parecido con la realidad venezolana del período de CAP II no es pura coincidencia. La Carta de Intención que Venezuela firmó con el FMI un día después del Caracazo, un 28 de febrero de 1989, apuntaba precisamente a lograr estos objetivos: restricción del gasto público (con miras al ahorro), devaluación y cambio flotante de la moneda (para atraer la inversión foránea), reducción de los controles de precios, de subsidios y liberación de las tarifas de los servicios públicos, protección a la inversión extranjera, apertura a las importaciones.
Si se recuerda a la plana ministerial de clara formación tecnocrática que tuvo el gobierno de Pérez (Miguel Rodríguez, Gérver Torres, Moisés Naim, Gabriela Febres Cordero, el banquero Pedro Tinoco) podría decirse que el gobierno había puesto a sus mejores consejeros para que la empresa privada nacional e internacional, en un “ambiente de plena confianza”, se sintiera a sus anchas en Venezuela.
Lo que no se decía de los tigres asiáticos era lo mismo que se ocultaba del llamado “milagro chileno”: que las recetas del sostenido crecimiento económico sólo podían imponerse con regímenes de gobierno dictatoriales o sumamente autoritarios que pudieran aplacar la conflictividad social que los distintos paquetes económicos generaban. La fórmula del crecimiento con represión fue aupada en la Indonesia del dictador Suharto, en la Singapur del sempiterno Primer Ministro Lee Kuan Yew o en el Chile de Augusto Pinochet.
El argentino Claudio Uriarte describió en aquellos años esta amalgama de crecimiento con represión: “son países-ejército de dictaduras fuertes y ciudadanos sumisos donde el fuerte control social garantiza una eficiencia impar y la sumisión genera unas economías relucientes de diseño aerodinámico”.
La catástrofe neoliberal
En su libro De vuelta a la economía de la Gran Depresión (2009), Paul Krugman describe bien “el mito de los tigres asiáticos”. Allí el Premio Nobel explica que la fórmula asiática lo que produjo fue, en la práctica, un tipo de “capitalismo clientelista” que favorecía los negocios privados por sobre los intereses públicos. “Los tigres asiáticos disfrutaban de una cercanía sin inhibiciones entre las élites empresariales y el gobierno. Esto generó un ambiente de corrupción y favoritismo empresarial”.
El economista norteamericano John Edmunds, a la vuelta de 20 años, afirma que el ciudadano común piensa hoy que los milagros económicos de los asiáticos fueron en realidad un mito occidental. “Una cortina de oro que oculta la cotidiana realidad de las fábricas que explotan a sus empleados y habla de peligrosas condiciones de trabajo”.
Lo cierto es que el aparato de propaganda que sirvió para vender el mito de los tigres asiáticos, aupado por las élites tecnocráticas en América Latina, se desmoronó estrepitosamente en 1997, cuando se derrumbó la moneda de Tailandia y como un gigantesco castillo de naipes, lo que fuera “el sueño del capitalismo de relevo” se convirtió en una gigantesca región en ruinas.
Países que disfrutaban de las bondades de la especulación financiera internacional terminaron prácticamente quebrados. En 1996 entraron capitales por el orden de los 96.000 millones de dólares a naciones como Tailandia, Malasia, Corea del Sur y Filipinas. Al año siguiente, cuando explotó la crisis (que también se manifestó como una gigantesca burbuja inmobiliaria, al igual que la crisis de Estados Unidos y Europa en la actualidad) apenas entraron 12.000 millones de dólares.
Los estallidos sociales y las crisis económicas asociadas como “el efecto Tequila” (México, 1994), la crisis de los tigres asiáticos (1997) y la crisis rusa de 1998 se encargaron de desmentir la fantasía bondadosa de los paquetes neoliberales.
Lo que ha quedado a la vuelta de dos décadas de experiencia tecnocrática y neoliberal es un alarmante aumento de la desigualdad, la pobreza y la exclusión en todo el planeta.
Fuente:Héctor Bujanda
AVN
26/02/2013 19:16
Compilador. William Castillo Pérez
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