Òptica Socialista
Opiniòn
Publicado 21 octubre 2017 (Hace 14 horas 11 minutos)
Una
de las más recientes y sonadas fue la promovida en septiembre pasado
por el presidente francés Emmanuel Macron, en medio de violentas
protestas de los sindicatos que sacudieron París.
En respuesta a una
solicitud de la principales centrales sindicales de Brasil, la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos de la OEA (Organización de Estados
Americanos), convocó para el 23 de octubre próximo en Montevideo,
Uruguay, una audiencia pública sobre la reforma laboral promovida por el
gobierno de facto de Michel Temer y aprobada por el congreso brasileño a
mediados de este año.
Por más que la OEA
sea una instancia desacreditada a la hora de tratar conflictos
regionales, y por más que quepa depositar pocas esperanzas en su
accionar dada su complicidad tanto con el golpe de estado brasileño como
con los factores de poder económico que lo impulsaron -que son los
mismos que están tras esta reforma-, no se puede pasar por alto la
importancia de esta convocatoria. No solo por lo que, en estricto
sentido, concierne a los trabajadores y trabajadoras de Brasil; sino
también porque dicha reforma afecta a los trabajadores y trabajadoras
del resto de los países de la región.
Considérese el
siguiente dato: según la OIT (Organización Internacional del Trabajo),
durante 2016, unos 132 países enfrentaron “presiones/discursos de
necesidad de ajuste fiscal” y 105 realizaron, en consecuencia, reformas
laborales y a sus sistemas de pensiones. En todos estos casos los
perjudicados fueron los trabajadores y trabajadoras, quienes salieron de
dichas “reformas” con menos derechos, estabilidad e ingresos.
Una de las más
recientes y sonadas fue la promovida en septiembre pasado por el
presidente francés Emmanuel Macron, en medio de violentas protestas de
los sindicatos que sacudieron París. Sin embargo, desde España hasta
Puerto Rico, pasando por Colombia, México o Grecia, con mayor o menor
intensidad, bien por la vía de hecho o bien la de derecho, la misma
ofensiva contra los trabajadores se ha venido imponiendo en los últimos
años.
En lo que tiene de
fundamental, esta oleada de precarización laboral es la consecuencia a
largo plazo de la consolidación de un diseño institucional global que ya
avanza hacia su cuarta década, basado en impulsar la competitividad y
la productividad de las economías y las empresas, no mediante la
promoción de la innovación tecnológica, el combate contra los monopolios
o las malas prácticas corporativas, sino poniendo a competir a los
trabajadores entre ellos a ver quién gana menos o queda más precarizado.
Esto lo explicó muy
bien en una nota de 2015 para CELAG el economista argentino Guillermo
Oglietti: el diseño institucional de la llamada “globalización”
desencadenó una competencia salarial desleal de carácter internacional.
Con el modelo de economías más cerradas de la postguerra, tanto los
trabajadores como las agencias reguladoras (ministerios del trabajo,
etc.) tenían mayor capacidad para establecer los salarios en niveles
compatibles con el interés común y la voluntad democrática. Incluso, si
no había sindicatos, los trabajadores influían sobre las decisiones
políticas a través del voto. Y así fue como los pueblos con frecuencia
consiguieron que las agencias reguladoras representasen los intereses de
los trabajadores.
Pero este diseño
fue herido de muerte por la globalización neoliberal. El nuevo sistema
permitió que las empresas de desplacen por el globo buscando reducir sus
costos, en especial los laborales. Y lo consiguieron plenamente porque
ni el poder sindical ni la capacidad regulatoria del Estado, pudieron
globalizarse de la misma forma.
Así las cosas, como
es sabido, bajo este esquema las empresas y capitales
están hoy habilitados para moverse a lo largo y ancho del mundo
buscando abastecerse de las materias primas e insumos más baratos, de
suerte que si un país cuenta con una legislación o institucionalidad
proteccionista en materia laboral, el sistema crea el incentivo para la
competencia salarial desleal. En consecuencia, el gobierno de dicho
país tanto como sus trabajadores, quedan expuestos al chantaje de los
célebres “inversionistas” (tanto locales como extranjeros), quienes
obligan a los primeros a precarizar a los segundos, y su vez, a los
segundos a aceptar pasivamente la precarización, so pena de quedarse sin
empleos y sin nada cuando los capitales en cuestión se marchen a otros
país que sí lo hizo o se nieguen a venir al suyo hasta tanto la reformas
no se hagan.
La competencia
salarial desleal es análoga, en este sentido, a lo que ocurre con las
devaluaciones y las llamadas guerras monetarias, a través de las cuales
bajo la misma excusa de aumentar la competitividad, se fuerza a la baja
el peso de los salarios en la distribución de ingreso y los costos
corporativos. En la medida en que un país lo hace –es decir, devalúa- el
resto se ve presionado a hacer lo mismo para seguir siendo
“competitivo”, desencadenándose un espiral devaluacionista cuyos platos
rotos pagan los ciudadanos de dichos países.
Así las cosas, en
el momento mismo en que el congreso brasileño aprueba el proyecto
precarizador de Temer, no solo establece un cúmulo de derechos y
garantías que los trabajadores y trabajadoras de Brasil deben perder
para “seguir siendo competitivos”, sino además un nuevo rasero mediante
el cual tanto ellos como sus pares regionales y del mundo serán medidos.
Es decir, si el costo que han tenido que pagar los trabajadores y las
trabajadoras brasileñas para seguir siendo atractivos a la explotación
de los empresarios –que es lo que en el fondo significa “ser
competitivos”- es perder el derecho a la sindicalización, tener que
trabajar jornadas de 12 horas, desproteger el embarazo y la lactancia,
etc., entonces los trabajadores de los países vecinos deben sacrificar
más derechos aún.
En los tiempos que
corren, tras el derrape financiero de 2008 y la consiguiente
paralización del comercio global causante de una fuerte restricción
externa para nuestras economías periféricas, la fórmula encontrada para
“reanimar” los mercados es explotar a los trabajadores al máximo,
apoyándose para ello en lo ya consolidado tras la globalización
neoliberal de principios de los 80. Lo paradójico de este asunto es que
esta fórmula es exactamente la misma que trajo a la economía global a la
situación en que se encuentra. Tras la primera oleada neoliberal a
comienzos de los 80, hubo que recurrir al endeudamiento privado como
mecanismo para no deprimir el consumo, que es la consecuencia lógica de
la depresión salarial. Este modelo se hizo insostenible en 2008, cuando
estalló de la burbuja de las hipotecas. Ahora, para esta segunda gran
oleada, se desea avanzar sobre lo que dejo la primera y lo que se pudo
reconstruir durante la Década Ganada. Ya el gobierno peruano anunció que
reformará su legislación laboral para no rezagarse con respecto a la
brasileña. Lo propio anunció Mauricio Macri en Argentina, también lo
exigen los empresarios en Uruguay e inclusive en Venezuela, así como es
esperable que sea el corazón del menú de condiciones planteadas por le
FMI (Fondo Monetario Internacional) al gobierno ecuatoriano tras su
reunión pautada para noviembre próximo. En determinado momento, todos
los países de la región estarán compitiendo entre sí para ver quién
remata mejor a sus trabajadores y trabajadoras ante el altar del
neoliberalismo recargado del siglo XXI, tan solo para descubrir
tempranamente que eso del ajuste expansivo es una quimera ortodoxa con
resultados desastrosos en la vida real.
Luis Salas Rodrìguez
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